La Recomendacion del Chef

Fragmentos salidos del horno una vez a la semana. El autor recomienda: el amor embotellado o la muerte enjaulada.

domingo, 21 de noviembre de 2010

El Doctor en su Hora Final

Fue cuando Santiago estaba yendo ya al nido la tragedia tocó la puerta de la familia de la Torre.

Yo aún no nacía en aquel entonces, pero mi padre me pasó ese recuerdo en particular de manera extraordinariamente nítida, como si supiera que yo fuese alguna vez a contar la historia que él no vivió para ver completa.

Ya todos han olvidado qué lo provocó, si fue la ebriedad de uno de los conductores, la mala señalización de las calles de lima, o una neblina muy densa que se posó sobre Miraflores y Barranco, pero el caso es que en el sexto cumpleaños de Santiago, lima se estremeció con un choque monumental de varios ómnibus en la vía expresa. El desastre fue tan grande que faltaron ojos para mirar a todas las víctimas. Produjo cerca de quinientos heridos, doscientos de gravedad, y cincuenta en estado de emergencia inmediata, estos últimos, niños en su mayoría.

Nadie se sorprendió entonces de que el doctor Fernando de la Torre, a puertas de ser propuesto como el siguiente jefe de pediatría, tomara total responsabilidad de la atención de los heridos. Y aunque María hubiera preferido que su esposo estuviera en el cumpleaños de su pequeño hijo; enterrado como siempre en un mar de pelotas y artilugios de plástico con él, cortando el pastel mientras simulaba ser un samurai que terminaba con algún detractor de su emperador para divertir a los niños, y haciendo reír a todas las madres de los pequeños con su sentido del humor fresco e irresistible a la vez; sabía perfectamente que el privar a su esposo de la posibilidad de hacer los milagros que hicieran falta para salvar las vidas de esos heridos sería quitarle parte de las facultades de las que ella se había enamorado.
“Puedes hacerlo cariño, Santiago y yo te deseamos la mejor de las suertes”, fue lo último que le dijo antes de colgar el teléfono en la que sería, sin saberlo ella, la última conversación de sus vidas.

Al día siguiente todos los periódicos lo vitoreaban. “DOCTOR SALVA MÁS DE TRESCIENTAS VIDAS EN UNA NOCHE”, “MILAGRO DE LA MANO DE UN MEDICO PERUANO”, “DOCTOR FERNANDO DE LA TORRE NOMINADO PARA MÉDICO DEL AÑO”, los titulares cantaban su victoria sobre la muerte de esquina a esquina del país, y María no podía estar más orgullosa. “debe venir corriendo a vernos para celebrarlo”, le dijo a Santiago esa mañana mientras el chico se alistaba para la escuela, “tu papá puede hacer milagros, ¿sabes?, debemos estar orgullosos de él”. Santiago no respondió, pero en su silencio compartía la alegría de su madre. Él prefería guardar toda su emoción para cuando su mejor amigo regresara a casa.
Sin embargo, dieron las tres de la tarde sin señales de Fernando y su hermosa mujer comenzó a preocuparse. “debe de seguir en el hospital recibiendo las felicitaciones de las familias, decía ella, no debemos molestarlo por angustias todavía”. Así, con ese mismo discurso llegaron las cinco, las siete y luego las nueve, y él todavía no aparecía. Finalmente María decidió llamar al hospital, cuando la última de diez campanadas de su reloj de pared hubo terminado de sonar. Su desconcierto fue inmediato; el doctor Fernando de la Torre había rechazado todas las entrevistas para abandonar el hospital cerca de las cinco de la mañana y estar con su mujer e hijo antes de que el alba rociara sus primeros rayos sobre la ventana de Santiago. “le prometí ver los dibujos hoy con él, y mi hijo se levanta más temprano que su padre”, era lo último que había dicho con una sonrisa antes de abandonar el hospital.
María cayó de rodillas angustiada al oír el misterioso reporte de la enfermera que le había respondido el teléfono. “de seguro quería que te angustiaras, debe ser alguna de esas enfermeras envidiosas que andan enamoradas de Fernando”, la consoló su padre unas horas mas tarde cuando todavía no habían ni señales del heroico médico; pero fue inútil. Ella sospechaba por la voz de la enfermera que no habían malas intenciones en el reporte, sino una despistada honestidad, como si pensara que el doctor ya estaba en casa con su familia.
Dos horas más de llanto vinieron antes de que el anuncio final llegara, de la mano de alguien que nunca antes se había visto en esa casa.

Alto y bronceado como Fernando, de cabellos castaños y expresión pícara, aunque suprimida por completo por la naturaleza del mensaje que tenía que enviar, un extraño envuelto en un abrigo negro tocó la puerta de la casa de María y Santiago, al rededor de las cinco de la mañana.
“buenas noches; dijo al entrar implacablemente haciendo a un lado al padre de María, como si fuese un miembro más de la familia; tú debes de ser María”
La chica levantó la mirada llorosa por un momento, pero ni por un segundo un ápice de esperanza apareció en su rostro. Era como si se anticipara lo que le iba a decir el misterioso extraño que estaba de pie en su sala, cual fuese un intruso colocado ahí por la mano misma de dios.
“no me conoces pero soy amigo de Fernando, me llamo Carlos Santander”; continuó diciendo ante el estupor de los abuelos de Santiago, que como por arte de magia se habían quedado inmóviles; “tengo noticias de él”.

Lo que vino luego fue una pesadilla que estremeció a casi todo Lima. Las enfermeras que tanto adoraban a su adonis de bata blanca y estetoscopio al cuello le lloraron un río de lágrimas y desearon haber retenido a Fernando hasta la mañana, cuando no tuviese tanto sueño para conducir; las familias de todos los heridos que salvó la noche anterior a su propio fallecimiento le hicieron un homenaje tan grande que fue televisado hasta al último rincón en provincias; todos los médicos de la clínica dejaron de trabajar dos días en los cuales un luto generalizado vistió de negro a todo el sector de salud de la ciudad, y hasta la gente dejó de enfermar y accidentarse, como si no quisieran interrumpir los funerales con pequeñeces sin importancia. No había dormido ni un segundo las cuarenta y ocho horas antes de la tragedia para tener el día del cumpleaños de Santiago libre, y aún sabiendo eso Fernando había salido corriendo a su casa para cumplirle un capricho inocente a su hijo.
Lo único bueno de su insensatez fue que nunca supo qué le pasó realmente. Se durmió al volante y anduvo medio minuto guiado por la divina providencia sin chocar con nada. Fue solo cuando el auto se detuvo por inercia en mitad del camino que un chofer de ómnibus distraído por el apuro de su día, la música alta de su radio, y el manto de neblina que cubría la ciudad como tantas otras mañanas falló en verlo, y chocó con él a toda velocidad, comprimiendo su pequeño auto y volcándolo de lado después de que diera varias vueltas de campana. Fue una muerte instantánea, y cuando separaron el cuerpo sin vida de Fernando del auto deformado también descubrieron que fue casi indolora; había una sonrisa distraída en sus labios como si simplemente se hubiera ido a dormir para levantarse al día siguiente.

María, por su parte, no fue al funeral. Fue tanto su dolor que se encerró en su casa odiando a Dios por haberle quitado al príncipe azul que él mismo le había dado antes. Las primeras semanas no quiso comer, deseaba morir abandonándose a su sufrimiento, dejándose devorar por la oscuridad que se estaba adueñando de su corazón. A duras penas y hacían que tomara algo de sopa con engaños, o que recibiera forzosamente alguna inyección de suero para mantener su cuerpo funcionando, porque la mujer que quedaba después de la tragedia no podía decirse que estuviera viva. Perdió la claridad de la vista por meses por la constante cantidad de lágrimas que le escurrían de los ojos todos los días, al punto que sólo podía ver a su hijo entrando y saliendo de la casa de la mano de su abuela; y también dejó de hablar como si su cuerpo hubiera cerrado para siempre toda comunicación con el mundo humano.

Santiago simplemente no entendía, una criatura como él no veía la diferencia entre su papá durmiendo en su cama o en ese frío ataúd de madera en el que lo pusieron para darle el último adiós.
“papá podría estar incómodo, y ni siquiera le han puesto la pijama”, fue lo único que dijo el día del entierro, mirando sin comprender la multitud de caras llorosas por que su padre dormía.

[Aperitivo de "Una Flor Para Santiago"]

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